Dejar fluir nuestras emociones y pensamientos sin juzgarlos ni tratar de evitarlos es un camino para liberarnos del estrés y reconectar con nuestro interior.
Andrea se dirigió a la cocina y se quedó un instante con la puerta abierta de la nevera en la mano: no recordaba para qué había ido allí.
El silbido del móvil la avisó de la entrada de un wasap. Se apresuró a contestarlo y aprovechó para repasar el correo electrónico. Luego, ya que estaba en la cocina, y aunque no tenía hambre, picó un par de tostadas con queso.
En tres horas tenía que hacer una presentación en un congreso y no sabía dónde había puesto el lápiz de memoria. Nuevos wasaps. Los contestó, halló el lápiz, se vistió a toda prisa, subió al coche y puso rumbo a la facultad.
“Vaya manera de vivir”, pensaba en la autopista sin apenas darse cuenta de que conducía. La mente de Andrea iba de un tema a otro, incapaz de concentrarse por la multitud de pensamientos y sentimientos que querían hacerse sitio a empujones en su cabeza.
Últimamente todo parecía escapársele de las manos y su mente jamás estaba donde debía estar.
La mirada de Andrea se buscó a sí misma en el retrovisor y le dio un vuelco el corazón: no se reconoció. ¿Quién era la mujer del espejo? ¿Andrea? “Por supuesto”, se dijo, “¡qué tonterías!”. Pero no podía obviar la desagradable sensación que acababa de tener.
¿Por qué no se sentía? ¿Qué había pasado con su vida? ¿Por qué esa angustia continua del tiempo cuarteado, la sensación del yo desmenuzado?
El de Andrea no es un caso aislado. La aceleración del ritmo de vida junto a la profusión de nuevas tecnologías favorecen un contacto intermitente, superficial y fragmentado con la realidad. Cuando seguimos a ciegas una rutina o cumplimos automáticamente órdenes sin sentido o contradictorias, acabamos actuando como autómatas.
Tras reflexionar sobre la vida que estaba llevando, Andrea decidió apuntarse a un grupo de ayuda mutua para mujeres en el centro cívico de su barrio. No le sedujo el programa de mindfulness que se estaba llevando a cabo, ni los objetivos específicos del grupo. Fue una foto: veinte mujeres de distinta edad que dirigían a la cámara una sonrisa franca, pausada, en paz.
Andrea se encontró cómoda de inmediato. Enseguida se pusieron a hablar del tema que habían acordado la semana anterior: el miedo al futuro. Aquellas mujeres construían algo juntas, empatizaban unas con otras, se escuchaban con respeto y, sobre todo, dejaban que los silencios se abrieran entre ellas, silencios sin apremio, sin requerimientos, amables.
Al cabo de un rato, Mónica, la conductora del grupo, les propuso iniciar la sesión. Comenzó relacionando el miedo al futuro con la vorágine del presente en la que se hallaban todas inmersas, algo que Andrea conocía a la perfección.
“El mindfulness o conciencia plena –explicó Mónica– consiste en la presencia atenta y reflexiva a lo que sucede en el momento presente, procurando no interferir ni valorar lo que se siente. Es una experiencia meramente contemplativa (cercana al ideal zen de vivir el momento presente) aceptando la experiencia tal y como se da, sin juzgar. Busca, ante todo, que los aspectos emocionales, y cualquier otro proceso de carácter no verbal, sean aceptados y vividos en su propia condición, sin ser evitados o intentar controlarlos”.
Una de las primeras tareas consistió en ayudarlas a proporcionar un ancla a su mente: “La más común consiste en centrarse en la respiración, el centro y el origen de todos los automatismos y nuestra amiga más leal: nos acompaña desde el nacimiento hasta la muerte y regula nuestros pensamientos y nuestras emociones”.
El problema para Andrea consistía en que no lograba desprenderse de su propia competitividad. Quería hacerlo bien, y al luchar contra su propio fluir, al intentar ser la dominadora de su respiración en lugar de dejarse acompañar por ella, se le disparaba la ansiedad.
Transcurrieron unas cuantas semanas hasta que pudo entender que no meditaba para mejorarse a sí misma, sino para terminar con ese esfuerzo compulsivo recurrente.
No era la única mujer del grupo a la que esto sucedía; a pesar de entender las trampas de sus propios yoes, les resultaba muy difícil concentrarse en la respiración, por lo que pasaron a probar con meditaciones de carácter más ambulante: caminar por el campo, ser conscientes de sus extremidades al avanzar paso a paso...
¡Cómo disfrutaba Andrea de estas meditaciones en grupo! Cuando su mente empezaba a divagar y se perdía en un pensamiento, un recuerdo, una emoción o preocupación, se limitaba a tomar nota y volvía a centrar la atención en el objetivo una y otra vez, con amabilidad, con paciencia, incluso extremando la lentitud en los gestos.
Mónica también las animó a que buscaran un lugar seguro al que siempre pudieran retirarse, una imagen en su mente a la que recurrir para tranquilizarse. Andrea halló su lugar imaginario en una sábana de lino fresca, bordada a mano, con la que se envolvía cada vez que lo necesitaba.
Gracias al grupo de ayuda mutua y a las prácticas de mindfulness, Andrea ha aprendido a relacionarse de otra manera, más pausada y auténtica consigo misma y con el mundo. Sobre todo, al sentirse sentida por otras mujeres, ha dejado atrás su premura y aceleración, asumiendo un margen de error en su vida, desactivando el miedo al miedo y visualizándose como una persona entera y dueña de sí misma.
¿Quizá los beneficios del mindfulness sí sean los que buscabas, después de todo?
Fuente: https://www.cuerpomente.com/psicologia/dejar-de-actuar-automaticamente-mindfulness_5274
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