Bebíamos mucho en la época de los veranos en Arcouest, y los amigos que venían bebían bastante también. En fin, bebíamos mucho, bebíamos demasiado, y la meditación, a la cual era fiel, la hacía seguido con resaca, o directamente borracho.
Totalmente borracho, me dedicaba a hacer circular la respiración
y la energía, primero subiendo a lo largo de la columna vertebral hasta la cima
del cráneo, luego volviendo a bajar por la parte delantera del cuerpo (esa es,
a grandes rasgos, la pequeña circulación), todo reforzado con autosugestión y
en un maelström de pensamientos parásitos que no sólo no podía parar sino que
además me parecían formidables.
Luego me decepcionaba, claro. Borracho o colocado, en
general estaba las dos cosas, creemos atrapar pepitas pero nos encontramos con
un sorete de cabra en la mano. Hoy en día me calmé un poco, es la edad. Me
sigue gustando la ebriedad pero soporto cada vez menos el alcohol, me hacen
falta tres o cuatro días para reponerme de una borrachera mientras que en la
época de l’Arcouest volvía a beber valientemente a la noche siguiente.
Meditar borracho es
absurdo, estoy de acuerdo, pero en ese momento me convencía a mí mismo de que
observaba mi estado de ebriedad. Ya que el interés de la meditación -podría ser
una segunda definición- es suscitar en uno mismo una especie de testigo que
espía el torbellino de nuestros pensamientos sin dejarse llevar por ellos. Sos
sólo caos, confusión, mermelada de recuerdos y de miedos y de fantasmas y de
vanas anticipaciones, pero alguién más calmado, en su interior, vela y hace su reporte.
Evidentemente, el
alcohol y las drogas hacen de ese agente secreto un agente doble, para nada
fiable. Sin embargo yo continuaba, siempre continué más o menos y si me obstino
en escribir este libro, mi propia versión de esos libros de autoayuda que les
va tan bien en las librerías, es para recordar lo que raramente dicen los
libros de desarrollo personal: que los practicantes de artes marciales, los
adeptos al zen, del yoga, de la meditación, esas cosas luminosas y benefactoras
que realicé toda mi vida, no son necesariamente sabios ni personas calmas,
sosegadas y serenas sino también, y bastante seguido, personas como yo
patéticamente neuróticas, y que esto no impide nada, y que hay que, según la
gran frase de Lenin, “trabajar con el material existente”, y que incluso si no
nos conduce a ninguna parte tenemos razón a pesar de todo en obstinarnos en ese
camino.
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