Soy una torpe integral con las masas. La verdad es que no lo he intentado muchas veces, pero si alguna vez me he lanzado a amasar pan, rosquillas o lo que sea, ha sido un desastre. Será por esta torpeza mía que me fascina ver a alguien manipular la masa, darle vueltas de un lado y de otro, añadir más harina, apretujar, estirar. Y también, será porque tengo asumido que no nací con este don, si me apetece hacer algo de esto, busco recetas sencillas, pero resultonas, como estos panes con queso de Mer Bonilla o esta receta de pan para los que nunca han hecho pan de Danny Salas. Que si a mí me han salido, ya avanzo que hasta un gato de escayola puede hacerlas.
Mirar a alguien amasando me parece de lo
más relajante. También me pasa cuando veo a la pescadera eviscerar un pescado.
Me abduce totalmente mirar cómo lo maneja con seguridad a pesar de llevar unos
guantes gruesos. Y cómo le va descubriendo el lomo. Cómo lo separa de la piel y
le quita la espina. Sólo por verla hacer ese gesto, el de quitarle la espina,
no me importa llevarme el pescado con ese corte aunque no sea el que mejor me
vaya. Por eso, este vídeo de David Juárez despiezando salmón al estilo japonés
tiene en mí un poder más hipnótico que Bob Esponja en un niño de 4 años.
Otro momento zen es ver al pollero filetear
una pechuga. Cómo tira con firmeza el género sobre la tabla. La aplana con el
cuchillo. Pim, pim, pim. La va haciendo láminas. Luego esas láminas las despliega
como un tríptico. Y, plas, golpe seco para separarla en filetes. Me fascina ver
cómo convierte un gesto que podría resultar desagradable en algo apacible.
Me relaja también mirar a alguien pelando
patatas. O el recuerdo de mi padre cortando un melón en rebanadas. Lo cortaba
como si el cuchillo se deslizase solo, como si esa corteza fuese mantequilla.
Luego, entusiasta de mí, intentaba imitarlo y aquello era lo más parecido a ver
a alguien intentando hacerse el harakiri con una navajilla de picnic.
Pero no todo es mirar en la cocina. A veces
hay que arremangarse y ejecutar. Una de las primeras cosas que recuerdo como
algo relajante ya se ha perdido: quitar piedrecitas de las lentejas. A esta
labor me ponía mi abuela María cuando me aburría y empezaba a liarla en su
casa. Si veía que me empezaba a inquietar, sacaba un lebrillo de lentejas y se
ponía a limpiarle las piedras. Ese gesto, para mí, era una especie de canto de
sirena. Dejaba lo que estaba haciendo y me acercaba a su mesa para mirarla.
Entonces, sin levantar la vista de sus lentejas, me decía: “Venga, tú por esa
parte y yo por ésta, a ver quién acaba primero”. En dos segundos, la abuela,
que no sabía nada de meditación, ni de yoga, ni de mindfulness, me bajaba las
revoluciones y me tenía sentada, en silencio, apartando piedras con mi dedillo,
pensando únicamente en ese momento.
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