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El miedo a mi inconsciente



Estaba debajo de aquel árbol y no tenía ni idea lo que era. El sol de verano era agobiante. Para mí el verano es una fiesta, supongo que la luz del sol me levanta el ánimo, andar con poca ropa, todo eso me tira para arriba. En verano soy feliz, corro y siendo niño todo es tan simple que la felicidad no es la de Aristóteles, es un bizcocho, saltar con amigos y beber agua fresca de donde sea. Todo es sencillo y perfecto.

Aquella higuera era gigante, atrevida, omnipresente y quedaba en el límite del Club Tabaré y las casas que lo rodeaban. Hablo del club de mi barrio que aún existe. En realidad, todo este asunto se reduce a que me había trepado a un muro que estaba al final de la cancha de paleta, que en verano era el escenario para las murgas, y allí estaba yo, jugándome la vida en las alturas -sin saberlo- con algunos infantes trapecistas más en aventuras quijotescas. Como todo niño con nula conciencia. La caída de esa altura hubiera sido definitiva, unos cinco metros, pero a los seis años no se tiene perspectiva de casi nada, solo se perciben momentos “impresionistas” que se graban en la memoria de manera vangoguiana, sonidos, imágenes, como viejas películas, pues uno retiene más le percepción de lo vivido que lo que de veras aconteció. Como en casi toda la vida, vivimos percibiendo y esas percepciones definen los vínculos que tendremos. A veces, son la vida misma, otras se le parecen, y muchas otras no entendemos lo que aconteció, sencillamente porque las percepciones no son matemáticas, no conectamos o algo pasó que no anduvo el enganche. Pasa constantemente. Me refiero a que no siempre las químicas se producen entre nosotros y eso hace que la empatía no nazca, o al revés y tenés un amigo para toda la vida porque miraron el sol juntos haciendo sapitos en tu niñez.

En la higuera con los botijas del barrio, descubrimos los higos. Este es el punto. Alguno cantó que se podían comer, yo sospeché, pero como todos lo hacían, hice lo mismo. Arranqué uno, estaba caliente por el sol. Cuando lo tuve en mi mano advertí una leche bien blanca que emergía del tallo. Sospeché más. Eso no me gustó, pero todos abrían el higo y lo comían voraces. Repetí el movimiento. Y así como quien no quiere la cosa debuté en el mundo del higo. Me gustó, me prendí de otro, otro, y supongo que creí que era mágico el momento. Y estaban reverberantes, pero eran dulces de verdad. Y esa pobre higuera salvaje, cuidada por nadie, ofrecía ese regalo a quien se lo requiriera.


Nos bajamos del muro donde estábamos -ya al borde del suicidio involuntario- llegamos a la cancha y empezamos a jugar al basquetbol. Siempre fui un perro, pero uno penoso, con sarna y a punto de ser expulsado por torpe. Tengo algún problema de motricidad fina, no soy rápido, mi cuerpo nunca estuvo dotado por atributos en los deportes. Me cansé rápido, pero en medio del sudor del verano -era un enero delirante en una cancha de cemento a las tres de la tarde a rayo partido del sol- algo me empezó a suceder y mi cuerpo se puso rojo, rojo como Marte, y no era del sol, y empecé a sentir una picazón que me enloqueció. Corrí para mi casa llorando. Por suerte mi madre había venido de trabajar y me metió en la ducha de agua fría, me suministró un jabón de algo (¿sería un “Espadol”?) y al rato aquello empezó a desaparecer. Pero estuve un rato tirado en la cama mirando el techo. Era Juana de Arco, pensando que mi cuerpo se incendiaría y que me había envenenado por comer higos. Calladito ese tema. Al rato sentí que mi madre hablaba con un médico y la explicación era la higuera, y que el contacto con ella producía esa picazón loca en algunas personas, una alergia, lo que dicen los médicos para generalizar un problema que no se puede encuadrar en un diagnóstico preciso. Cométe esa pastilla muñeco.

Fuente: https://www.elpais.com.uy/domingo/opinion-miedo-mi-inconsciente.html

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