Una mirada más atenta puede ayudar a descubrir que la mayoría de las veces no se necesita mucho más de lo que ya se tiene.
Disfrutar de las cosas sencillas del día a día
es uno de los placeres que proporcionan mayor plenitud. No obstante, son
muchas las razones por las que se puede perder la habilidad de verlas y
valorarlas, como un ritmo de vida acelerado, el estar muy pendiente de los dispositivos electrónicos o la facilidad de la mente para idear planes futuros.
Es habitual proyectar alguna vez la propia felicidad
en grandes sucesos que se supone que están por venir. "Seré feliz
cuando consiga un trabajo mejor", "cuando encuentre una pareja", "cuando
pueda irme de vacaciones", "cuando me mude a una casa más grande", se
dice a menudo. Y, mientras se espera la llegada del anhelado momento que
se cree que nos va a hacer felices, es fácil perderse la verdadera vida: la que tenemos delante, la nuestra, la de los pequeños momentos que construyen el día a día y que posibilitan sentirse pleno y vital.
Cualquier persona tiene la capacidad de ser feliz con independencia de cuáles sean sus circunstancias. Es más: la felicidad y la plenitud constituyen el estado natural del ser humano y están en la base de todo lo que hacemos, desde lo más cotidiano, sencillo y simple, hasta lo más extraordinario.
El problema surge cuando se condiciona el propio bienestar a
situaciones, vivencias o estatus concretos que se cree que lo pueden
proporcionar. Uno se pasa la vida buscando la felicidad fuera,
vinculándola a unos resultados o a unas hipotéticas circunstancias
futuras, o la condiciona al "qué dirán". Pero cuando consigue aquello
que quería puede que tampoco se sienta feliz.
Sentirse bien depende solo de uno, de nada ni de nadie más. Y poderlo
hacer radica en saber reconocer la grandeza de la vida en nuestro
interior, y en las sencillas y pequeñas cosas de la vida.
Nuestra habilidad innata
Un rayo de sol, una tarde en buena compañía, un paseo, regar una planta, la sonrisa de un niño, la lectura de un libro, cocinar para amigos:
cada una de estas vivencias, que se repiten una y otra vez, ofrecen una
oportunidad de sentir esa grandeza, pero no siempre se sabe o se puede
vivirlas así.
A veces se da por hecho que son cosas que ocurren y no se les da el
valor que poseen. Se tienen delante, se participa en ellas, pero no se
ven, o no se fluye con ellas. Probablemente la mente ande demasiado
ocupada haciendo planes, pensando en qué pasará cuando se logre tal cosa
o qué dejará de suceder si no se logra.
O puede que se esté estresado tratando de cumplir con una agenda
sin resquicios o con una larga lista de tareas pendientes, o que algún
dispositivo electrónico tenga cautiva la atención. Sea lo que sea, no se
percibe lo que acontece y florece a nuestro alrededor, la belleza de
cada momento, justamente lo que convierte la vida en algo maravilloso y
único.
Nacemos con la capacidad de disfrutar de cada instante y
vivirlo de manera especial. Si observamos a un niño, nos damos cuenta
de que se maravilla con cualquier juego u objeto por muy sencillo o
repetitivo que sea. No importa si lo ha experimentado una o cien veces,
su atención está plenamente centrada en ese momento, y su capacidad de
gozo es total. Entrega toda su atención, su energía y su amor a lo que
experimenta, sin interpretar ni anticipar lo que vendrá después:
simplemente, lo vive.
Sin embargo, a medida que el niño crece, empieza a creer que la felicidad es una consecuencia de las diferentes situaciones que vive, y entonces comienza a proyectar la felicidad
en las cosas que cree que le van a brindar esa plenitud, cosas
"grandes" e "importantes". Olvida que eso que tanto anhela ya está
dentro de él, solo hace falta reconocerlo y vivirlo cada día.
Del tener al ser
Uno de los grandes obstáculos que en el mundo actual impiden disfrutar de las cosas más simples es que se ha cimentado la felicidad en el "tener" en lugar de en el "ser".
Creemos necesitar mucho más de lo que realmente se precisa. Nuestra
cultura asocia el éxito a un estatus, a unos logros materiales y a un
reconocimiento que llevan fácilmente a la comparación y al sufrimiento.
Si se tienen familiares, amigos o vecinos que han logrado esto o lo
otro, se persigue algo parecido. Y, si no se logra, llega la
frustración. Esto explica que, a pesar de que nunca antes en la historia
habíamos atesorado tanta riqueza material, tampoco habíamos llegado a
grados tan altos de insatisfacción personal.
Los niveles de ansiedad y estrés que se dan en la sociedad de hoy evidencian que algo falla en nuestro intento de ser felices. Todo apunta a que buscamos la felicidad en el lugar equivocado. Esta afirmación ha sido avalada en las últimas décadas por decenas de estudios tanto científicos como psicológicos.
¿Cómo se explica que los habitantes de las barriadas más pobres de
Manila digan ser más felices que los de la multimillonaria Hong Kong,
cuya renta per cápita media es veinte veces mayor? ¿O que personas con
enfermedades crónicas puedan sentirse más plenas que personas sanas? ¿O
que un millonario por un juego de azar al cabo de poco tiempo no se
sienta mejor que el resto?
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